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El martes comencé una dieta. Nunca me había sometido a un régimen alimenticio, no porque no lo necesitara, sino porque considero el comer uno de los placeres más apasionantes de la vida. Luego del comienzo de la dieta el pasado martes, Murphy no tardó en manifestarse con sus leyes. Como si fuera un mal kármico, después del martes han pasado frente a mis ojos deliciosísimos manjares, de los cuales está de más decir estoy privada. Nunca había tenido tantas ganas de un pan sobao de Le France Croissant, o he deseado más unas papas fritas de Pollo Victorina.
Entre mi yogurt, las interminables hojas de lechuga, las detestadas fresas y los reglamentarios 8 vasos de agua al día, llegó a mi escritorio un regalo proveniente de algún malvado. 5 chocolates Kisses, o Besitos. Los miré y ellos me miraron. Traté de ignorarlos, pero su papel plateado resplandecía con las luces de neón de la oficina. Mis dedos caminaros sigilosamente, cual caballeros en marcha, hacia los chocolates, que se exhibían como prostitutas en una vitrina de Amsterdam. Flirteamos un poco, mis dedos y los chocolates. Nos coqueteamos y toqueteamos mutuamente, estudiándonos.
En mi mente se libró un dilema digno de Hamlet. ¿Lo haría o no lo haría? Los toqueteé un poco más. Tiré firme pero cuidadosamente el delgado papel que repite el nombre de los chocolates hasta la eternidad, "Kisses, Kisses, Kisses". Finalmente me rendí a la tentación, desenvolví un Besito y lo coloqué con delicadeza dentro de mi boca. Pudo ser la situación, el día, la dieta, pero ese Kiss en particular me supo a cielo. A cielo azul claro, con una que otra holgazana nube flotando sobre una playa turquesa e interminable de Santo Domingo. A ese cielo me supo.
Luego de darme el gusto, guardé los 4 provocadores de pecado restantes en mi cartera. Al llegar a casa se los regalé a mi abuela, quien los engulló sin siquiera saborearlos. Supongo que a ella le supieron a chocolate y nada más.
Pues sí, me rendí ante la tentación. Me comí el Besito. Compré la puta.
Y estuvo deliciosa.
Era un juego inocente, divertido y arriesgado. Estaba rodeada de desconocidos a los que conocía, y aunque el alcohol no bajó por mi garganta, sí lo hizo por la de los demás. La música nos tenía cantando tan fuerte que el día después lo lamentamos, nuestras gargantas raspadas por las notas que no acertamos.
En medio del hedonismo, la juventud y la locura, me tocó a mí ser parte del juego. Traté de mantener la mente tan abierta como mi boca; y aparentemente esa era la clave. No sabía dónde terminaban los labios y comenzaban las lenguas, y mi mente se mantuvo (increíblemente) vacía de pensamientos. Fuimos dos personas solitarias que no se querían sentir tan solas.

Esta mañana necesité los audífonos, y los descubrí en pleno acto. Traté de separarlos, pero el cable USB se aferraba, terco, a su amada. Si los hubiera necesitado menos, juro que los hubiera dejado juntos. Pero ese no era el caso, y aunque luego lamenté ser la verduga, rompí su unión incandecente.
Los audífonos trataron de escaparse de mis manos, tratando de regresar a su refugio, desesperados; pero los agarré con firmeza. Al caminar fuera de la habitación, alcancé a ver unas chispas tristes y tenues alumbrarse desde mi cartera.
"¡Estoy harta! ¡La muñeca ya no se me mueve!" le dije, adolorida.
"Vamos... sólo necesitas 5 minutos", respondió.
Lo miré con ojos grandes y cansados, pero esa sonrisa aventurera logró convencerme. Lo seguí sin hacer ninguna pregunta: de cualquier manera no me las respondería y así evitaba pensar las cosas demasiado.
Silenciosamente, nos escurrimos por las escaleras, tratando de hacer el menor ruido posible. El piso de la madrugada había tomado una frialdad mu y atípica para un lugar como éste, pero eso hizo más fácil nuestro recorrido descalzos. Como si se tratara de una película de espías, lo veía girar la cabeza de un lado a otro, esperando emocionado algún contratiempo. Por nuestro propio bien, no encontramos ninguno, y tomamos el caminito rocoso sin dificultad.
Al llegar a la gravilla, el dolor en la planta de mis pies me obligó a preguntar.
"¿A dónde es que me llevas? Sabes que es tarde, para qué me vas a traer tan lejos..." dije; las quejas escalando fuera de mi garganta.
"Me sorprende, mucho tardaste para opinar... Cállate y ven, que sé que te va a gustar" se limitó a responder.
Un poco ofendida, me sentí tentada a responder, pero preferí seguirlo en estado de mutismo.
Unos minutos después de la marcha silenciosa, llegamos a un edificio rústico, típico de Las Piedras. "Ahora tendremos que subir aquí", dijo sencillamente, sus ojos perdidos hacia su objetivo en las alturas. Lo miré incrédula, preguntánd ome si era una broma. Al verlo trepándose en la pared llena de malezas, confirmé que no lo era. Escéptica, comencé a tratar de imitar sus movimientos dignos de SpiderMan, rezando por no caerme. Casi a la mitad del recuento mental de lo que sería mi testamento, me dí cuenta que había llegado a la cima.
"¿Ves? Pudiste", me dijo mientras me tendía la mano.
Una mirada amenazadora bastó para hacerle saber cuánto me costó lo que a él le salía de manera instintiva.
Estábamos en el techo de las oficinas, el Acrópolis de Las Piedras. Desde allí, el firmamento parecía poder tocarse, con tan sólo extender el brazo un poco más. Las estrellas se aprovecharon de la oscuridad de la noche, y brillaban coquetas, sólo para nuestros ojos. Esa noche ellas nos pertenecían, a él y a mí, y a nadie más.
Era increíble cómo podía encontrar estos lugares secretos en un sitio tan público, que ya había sido explorado por miles más. Me sentí afortunada, como si fuera la primera persona en estar allí. Sin miedo, me tendí en el techo de concreto, y los escalofríos de la temperatura recorrieron toda mi espalda.
Pero no importaba. Por esas estrellas, creo que cual quier cosa habría valido la pena. Es como esos momentos cuando le ordenas a tu cerebro tomar una fotografía mental, y mientras cierras los ojos a modo de lente, esa imagen pasa directamente a tu corazón. Sabía que esa imagen me acompañaría en más de una ocasión.
"Vamos... sólo necesitas 5 minutos", respondió.
Lo miré con ojos grandes y cansados, pero esa sonrisa aventurera logró convencerme. Lo seguí sin hacer ninguna pregunta: de cualquier manera no me las respondería y así evitaba pensar las cosas demasiado.
Silenciosamente, nos escurrimos por las escaleras, tratando de hacer el menor ruido posible. El piso de la madrugada había tomado una frialdad mu y atípica para un lugar como éste, pero eso hizo más fácil nuestro recorrido descalzos. Como si se tratara de una película de espías, lo veía girar la cabeza de un lado a otro, esperando emocionado algún contratiempo. Por nuestro propio bien, no encontramos ninguno, y tomamos el caminito rocoso sin dificultad.
Al llegar a la gravilla, el dolor en la planta de mis pies me obligó a preguntar.
"¿A dónde es que me llevas? Sabes que es tarde, para qué me vas a traer tan lejos..." dije; las quejas escalando fuera de mi garganta.
"Me sorprende, mucho tardaste para opinar... Cállate y ven, que sé que te va a gustar" se limitó a responder.
Un poco ofendida, me sentí tentada a responder, pero preferí seguirlo en estado de mutismo.
Unos minutos después de la marcha silenciosa, llegamos a un edificio rústico, típico de Las Piedras. "Ahora tendremos que subir aquí", dijo sencillamente, sus ojos perdidos hacia su objetivo en las alturas. Lo miré incrédula, preguntánd ome si era una broma. Al verlo trepándose en la pared llena de malezas, confirmé que no lo era. Escéptica, comencé a tratar de imitar sus movimientos dignos de SpiderMan, rezando por no caerme. Casi a la mitad del recuento mental de lo que sería mi testamento, me dí cuenta que había llegado a la cima.
"¿Ves? Pudiste", me dijo mientras me tendía la mano.
Una mirada amenazadora bastó para hacerle saber cuánto me costó lo que a él le salía de manera instintiva.
Estábamos en el techo de las oficinas, el Acrópolis de Las Piedras. Desde allí, el firmamento parecía poder tocarse, con tan sólo extender el brazo un poco más. Las estrellas se aprovecharon de la oscuridad de la noche, y brillaban coquetas, sólo para nuestros ojos. Esa noche ellas nos pertenecían, a él y a mí, y a nadie más.
Era increíble cómo podía encontrar estos lugares secretos en un sitio tan público, que ya había sido explorado por miles más. Me sentí afortunada, como si fuera la primera persona en estar allí. Sin miedo, me tendí en el techo de concreto, y los escalofríos de la temperatura recorrieron toda mi espalda.
Pero no importaba. Por esas estrellas, creo que cual quier cosa habría valido la pena. Es como esos momentos cuando le ordenas a tu cerebro tomar una fotografía mental, y mientras cierras los ojos a modo de lente, esa imagen pasa directamente a tu corazón. Sabía que esa imagen me acompañaría en más de una ocasión.
"Tuviste razón. Necesitaba 5 minutos. Y vaya que este lugar me los ha dado", le confesé, todavía con ojos clínicos que estudiaban minuciosamente el cielo.
"Tómalos como un regalo. Estos 5 minutos serán eternos, te lo aseguro".
Sonreí, conciente de que estos 5 minutos (que nunca fueron 5 minutos) no terminarían nunca. Y no es como que quise que terminaran.
"Tómalos como un regalo. Estos 5 minutos serán eternos, te lo aseguro".
Sonreí, conciente de que estos 5 minutos (que nunca fueron 5 minutos) no terminarían nunca. Y no es como que quise que terminaran.
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